Mr. Carlous manejaba cada día una de las tres rutas del after school program. En su ruta se juntaban particularmente los niños más traviesos del programa y quien sabe acaso del estado de Florida. Las cosas se ponían difíciles para Mr. Carlous, pues sin duda los viajes eran los momentos más duros del trabajo pues los niños aprovechaban para jugar y armar bullanga a su gusto. Los más pequeños se animaban a saltar o hasta bucear bajo los asientos. Todo este barullo se producía a sabiendas del espíritu calmo y distendido de Mr. Carlous. Mr. Carlous se hacía de la vista gorda al percibir por el espejo retrovisor los primeros movimientos de desorden, las primeras risas contenidas y susurros. Pues además del orden tenía que fijarse en la velocidad: no más de 20 millas por hora en las numerosas zonas escolares por las que pasaba, “por aquí los policías son locos, me han puesto ya como 18 multas” le contó su jefe los primeros días para ponerlo al tanto, con un acento cubano heredado de sus padres, “si vas a 21 m/h ya te están parando” agregó para que Mr. Carlous estuviera al tanto. Mr. Carlous pudo comprobar las advertencias de su jefe, pues cerca de una escuela, había siempre un policía en moto esperando tranquilamente bajo la sombra de un árbol. Como una araña que espera los insectos que van a ser su almuerzo. Mr. Carlous vio al policía parado junto a las ventanas de varios pilotos, firmando sentencias en una pequeña papeleta. Una vez clavando el aguijón sobre la libreta, excusas y reclamos son inútiles. Cuando la tinta ha llegado al papel no hay más que hacer, solo pagar. Con el correr de los días, el pie de Mr. Carlous se fue amoldando a las velocidades reducidas de las zonas escolares. Cuando no estaba pensando en las 20 m/h y las dolorosas papeletas, Mr. Carlous le pedía a los niños que se sentaran al ver por el espejo retrovisor zapatillas en lugar de caras. Que se pusieran el cinturón, que no voltearan, que no gritaran, que guardaran los juguetes.
El primer tramo era el más duro, pues los más grandes alborotadores asistían casualmente al primer colegio. “Cuna de traviesos” pensó Mr. Carlous cuando se marchaba de la primera escuela y les pedía a los niños que abrochen sus cinturones de seguridad. Fue en ese momento, a la salida del colegio, al percibir cierta alegría en todo ese tráfico de niños con mochilas y loncheras, de movilidades y padres, que Mr. Carlous recordó cuando de niño iba junto con algunos amigos en la movilidad de Manolo.
La movilidad de Manolo
Manolo era un señor con lentes oscuros, trigueño, de rostro generalmente abrillantado por el sudor, pelo negro y ligeramente ondulado. Diente de oro y un ralo bigote a lo Mario Moreno “Cantinflas”. Siempre con camisa blanca y abierta desde donde exhibía algunas cadenas doradas y plateadas. Manolo siempre estaba pendiente de todas las féminas que caminaban en las aceras por donde conducía la movilidad en la que llevaba a los compañeros y a Mr. Carlous cuando niños. Repartiendo su atención entre las curvas de las calles como en las curvas de cualquier mujer que alcanzaba a ver con sus lentes oscuros a lo Héctor Lavoe. Tocaba el claxon al ver una chiquilla caminando sola, tocaba el claxon y repartía besos, silbidos y piropos. Más de una vez fue a recoger a los compañeros y a Mr. Carlous con una improvisada mujer sentada como copiloto, obligándolos a acomodarse a todos en el asiento de atrás o en la maletera del station wagon blanco con el que hacia la movilidad que llevaba su nombre. Una amiga de infancia le contó a Mr. Carlous años después, cuando estaban por terminar la secundaria, de las técnicas que usaba Manolo para propiciar un contacto físico o para toquetear asolapadamente a sus acompañantes de turno. Cuenta la amiga de infancia de Mr. Carlous, que sentada desde un lugar privilegiado de la movilidad, podía ver cuando Manolo, al momento que la acompañante estaba acomodada en su asiento y antes de arrancar el carro, le recordaba ponerle seguro a la puerta del auto mientras estiraba el brazo para hacerlo el mismo. No sin rozar antes con al yema de los dedos el generalmente abultado pecho de sus acompañantes y quedando lo suficientemente cerca de la muchacha al momento de presionar el seguro. Cuando su brazo regresaba lo hacia por el mismo camino sinuoso, mientras mostraba su sonrisa con diente de oro, una sonrisa de pillo. La amiga de infancia de Mr. Carlous asegura que las muchachas generalmente reían y no parecían incomodarse con los toqueteos de Manolo.
Pero lo que Mr. Carlous recuerda más de esos días en la movilidad de Manolo, son las aventuras que pasaba con sus amigos. Una tarde a la salida del colegio un amigo de Mr. Carlous tenía una bolsa llena de naranjitas chinas. Las naranjas chinas son como las naranjas que conocemos pero bastante más pequeñas, poco más grandes que una uva. En la movilidad de Manolo algunos niños probaron las naranjitas chinas, pero sin mucho éxito pues no eran tan dulces y sabrosas como las naranjas convencionales, eran más bien ácidas. Así que a Mr. Carlous y a su amigo dueño de las naranjitas chinas, que iban sentados del lado de la ventana, no se les ocurrió mejor idea que utilizar las diminutas frutas chinas como pequeños misiles anaranjados. Así que sin que Manolo se percate empezaron un ataque sistemático contra un vehículo contiguo. Las naranjitas impactaban sobre la carrocería del auto de un señor muy gordo, que al advertir el ataque del que su automóvil era victima: se convirtió en una señor muy gordo y enojado. El sobre peso y el enojo era algo que a los niños compañeros de Mr. Carlous les resultaba particularmente cómico. Les divertía mucho pero a la vez las risas iban acompañadas de cierto miedo a que aquel señor gordo y enojado tuviera oportunidad de regañarlos sin la preocupación de no chocar su auto. El miedo de Mr. Carlous y sus amigos de la movilidad de Manolo se hizo más justificado cuando llegó el momento cumbre. Cuando las risas estallaron tanto que Manolo se percato de la situación. El momento cumbre fue cuando Mr. Carlous, que de niño siempre hacia alarde de una gran puntería, logró que una naranjita, poco más grande que una uva, entrara por el pequeño espacio de la ventana que el señor gordo y enojado había dejado abierto para poder lanzar algunos improperios a manera de respuesta ante el inminente bombardeo del que era víctima. La naranjita que Mr. Carlous lanzó, no solo logró irrumpir por ese pequeño espacio sino impactar al mismo tiempo en el rostro del señor gordo y luego del impacto: muy enojado. Los niños rieron mucho, Manolo, ya al tanto de la situación alcanzó a regañar al dueño de las naranjitas mientras pisaba el acelerador para perder el auto del señor gordo y muy enojado. Pero ningún regaño apocaba o sosegaba las risas y emoción de haber sido testigos de tan emocionante y cómica “proeza”. La semanas que siguieron, Mr. Carlous y algunos amigos recordaron la “hazaña” de las naranjitas chinas con especial emoción e hilaridad.
Casi veinte años después, manejando la Van del after school program bajo el inclemente sol de Florida y lejos de Lima, Mr. Carlous recuerda con cariño aquellas piruetas y maromas tan divertidas que hizo con sus amigos en la movilidad de Manolo. Lamenta haberle hecho pasar un mal rato a aquel señor, pues manejar siendo atacado con naranjitas chinas no debe ser tarea sencilla. Pero las risa no se le borra de los labios, esa misma risa que los niños de la Van, ese pequeño ejercito de Bart Simpsons, perciben como un permiso para armar relajo en el primer tramo desde la primera escuela a la que Mr. Carlous rebautizó como “cuna de traviesos” hasta la segunda escuela. Sin duda la parte más dura del trabajo de Mr. Carlous, parte muchas veces a 20 m/h, pero quizá, quien sabe, menos dura que los recorridos del pendenciero de Manolo.
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2 comentarios :
El señor Manolo, uno de esos seres cuyo nombre es también su chapa. Yo no me dì cuenta de las naranjitas chinas, tal vez no fue en mis tiempos. Ahora me puedo reir. Thank you mister Carlitous.
Me doy cuenta que muchos de mis amigos más queridos fuimos juntos en la movilidad de Manolo. Gracias por el comentario Sandrita.
Saludos.
carpote
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