El mar significa mucho para mí. Representa una parte de la naturaleza con la que uno se puede mezclar y envolverse. El mar es salvaje, dueño de sus propias leyes y esconde en sus profundidades grandes secretos y formas de vida que ignoramos. En mi última etapa en Lima tuve la suerte de vivir en un departamento que estaba en frente de unos parques desde donde se podía contemplar el mar. Entre los parques había también unas escaleras que te llevaban a la playa. Muchas veces bajaba con los perros. Disfrutaba lanzándoles la pelota al agua y viéndolos nadar en un mar generalmente picado. El rugir del mar cuando se retira entre las piedras, parecía revelar algo importante. Es un sonido poderoso que extraño y disfruto recordar. Estoy seguro que Harpo recuerda ese estruendo, así como las olas y corrientes que le complicaban muchas veces el regreso a la orilla. En los malecones de Miraflores Harpo tiene un viejo amigo: un labrador blanco contemporáneo, robusto por no decir gordo y de frente amplia por no decir cabezón. Se llama Robby. Harpo y Robby se conocen desde que tienen un año y además de marcar territorio por los verdes malecones miraflorinos en largas caminatas y jugar casi a diario, disfrutaban con especial entusiasmo bajar las escaleras y corretear por la playa. Pero con una gran diferencia: Robby le teme al mar. Harpo no es que sea como Ngunda que se metía sola a nadar en las playas de Chorrillos, pero ver flotando en el mar la pelota naranja de púas que lo acompaña desde hace 9 años, era motivo suficiente para mojarse y sortear corrientes y olas por recuperarla. Salía empapado, se sacudía y ladraba con ánimo suficiente como para repetir la hazaña. Muchas veces el mar parecía mucho para Harpo. La “madre” de Robby miraba las peripecias de mi perro con algo de preocupación, yo le decía para que no se preocupara: “no le va a pasar nada tiene cuatro patas”. Robby esperaba siempre en la orilla para quitarle la pelota, dando saltos y buscando algo para morder como para calmar la ansiedad por no poder entrar al mar. La impotencia de no poder hacerlo lo ponía nervioso. El miedo le ganaba.
El club de Robby
El mar significa mucho para mi, representa gran parte de la naturaleza que respeto y amo. La he pasado muy bien contemplándolo, oyéndolo y jugando con mis perros. Pero mi relación con el mar no es completa. Supongo que será que le tengo respeto por no decir miedo y no lo disfruto tanto cuando estoy dentro por no decir que me pongo tenso como un gato. El mar limeño, sabio y poderoso, reconociendo los reparos que me habitaban, no dudó en revolcarme algunas veces, dejando mi ropa de baño con bolsas de arena, los mocos salidos y mi orgullo arrollado sobre arena mojada. Quizá quería aleccionarme. Y en vez de aceptar el reto: soltar miedos, buscar armonía y gozo, decidí, desde temprana edad a mirarlo de lejos. Es por eso que no soy muy playero. En primaria mis amigos me animaban para que empezara a correr Bodyboard con ellos, que disfrutara del mar, pero nada, no podía: el miedo era más fuerte. Es curioso pues de niño lleve clases de natación y aprendí los cuatro estilos que de más grande entrené hasta dominar. Pero a la hora de nadar en el mar: nada, siempre como un gato, pensando cómo salir, cómo volver a tierra firme apenas dentro, incapaz de relajarme. Así que preferí evitar la playa o disfrutarla de otras maneras.
Rabito y el otro océano
Todo cambió hace una semana. Si. Cuando fui a la playa a tomar unas fotos para MinkaOnline. Por razones técnicas la sesión fotográfica se complicó. Por otro lado el mar, mi novia y su pequeño cachorro parecían llamarme. El mar de West Palm Beach parece una piscina, de un oleaje minúsculo y transparentes aguas. Era como el hermano amable del Pacifico, no tan divertido pero sin riesgos. Dispuesto a tenderme una mano: dejándome realizar piruetas de piscina a mi gusto. Así que con la excusa de enseñarle a nadar al cachorro, decidí empacar el equipo fotográfico y ver como me trataba el Atlántico. Disfrute nadar. Sentí que me sacaba el clavo, que la playa es lo máximo. Vaya que en el mar la vida es más sabrosa pensé mientras una libélula paso volando cerca mío. El cachorro de nombre Rabito lo disfrutó al comienzo, aunque luego flaco y mojado, tembló y tiritó por las emociones producto del primer contacto con el mar. Lo entendí perfectamente. Yo, completamente reconciliado con la playa, traté de transmitirle tranquilidad. Rabito se sacudió como lo hacen todos los perros, salpicándolo todo. Ya estaba bautizado. Ahora era un perro playero, un schnauzer enano y bigotudo con alma de surfer. Jaja. Cuando nos tocó partir, mientras caminaba entre la arena me prometía a mi mismo volver pronto y nadar hasta que los brazos no aguanten. Ya habrá tiempo de reconciliarme con el “Pacifico” limeño y disfrutarlo. Por ahora disfrutaré de las transparentes, tranquilas y ricas playas de West Palm Beach.
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